El teatro indígena es un medio de cambio social, espiritual y estético

México.-María Alicia Martínez Medrano (1937-2018), pionera del teatro indígena en México, dedicó más de 50 años a la promoción de las artes escénicas en lugares impensados.
Concibió la expresión artística como una herramienta de transformación y logró materializar dicha iniciativa en comunidades históricamente excluidas, donde se convirtió en un medio de cambio social, espiritual y estético.
El Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena (LTCI), que fundó en 1983 junto con Cristina Payán, mantiene vigente su propuesta al sustentar el arraigo, el autoconocimiento y la resistencia cultural en los territorios más necesitados.
En cada montaje –en lengua originaria, al pie de un cerro, en una comunidad ribereña– sembró preguntas, activó memorias y abrió espacios para imaginar futuros desde la escena.
El primer capítulo se escribió en Oxolotán, Tabasco, entre ceibas, humedad y tierra roja. Allí, en medio de la espesura tropical, el LTCI se estrenó con una versión de Bodas de sangre, de Federico García Lorca.
La obra, interpretada por campesinos formados en la propia comunidad, adquirió una textura completamente nueva: los caballos cruzaban el escenario natural, el murmullo del río se integraba como un personaje más, y los cuerpos, bañados en sudor, parecían respirar poesía.
El público lloraba como en un rito antiguo. Era Lorca, pero también era Tabasco. Una conjunción mágica donde los versos del poeta español se hermanaban con las pasiones y duelos de la selva, recuerda Delia Rendón, discípula, actriz y compañera inseparable de Martínez Medrano, hoy al frente del laboratorio.
Aquel montaje no sólo inauguró un proyecto: fue una epifanía. La primera vez que escuché los versos de Lorca entre los árboles, con los caballos bufando y la gente del pueblo con los ojos muy abiertos, supe que el teatro tenía sentido en esos lugares, declaró alguna vez la decana del LTCI.
Método riguroso
Para Rendón, la escena era mucho más que un lujo urbano o un entretenimiento pasajero: representaba un derecho, una forma de justicia, un acto de restitución simbólica.
Su apuesta era radical: no llevar teatro a los indígenas, sino hacerlo con ellos y desde ellos. Más que formar actores para replicar una tradición ajena, buscaba construir un lenguaje propio, anclado en su cosmovisión, su lengua y su memoria.
El método era riguroso: una formación estructurada en 28 materias teóricas y prácticas, basada en el sistema de Stanislavski y adaptada con sensibilidad a los contextos comunitarios. Las clases abarcaban actuación, dramaturgia, escenografía, canto, danza, historia del arte, lenguas originarias y reflexión colectiva.
El resultado fue un semillero excepcional. A lo largo de los años, más de 25 mil personas pasaron por los talleres del LTCI: niños, jóvenes, campesinas y adultos mayores. De ahí surgieron más de 380 formadores, promotores y creadores escénicos que en la actualidad siembran teatro en sus comunidades.
Ella nos formó como actores y, al mismo tiempo, como personas conscientes de nuestro poder creativo, subrayó María Francisca García Pérez, actriz y directora del laboratorio en Yucatán.
Su enseñanza era rigurosa, pero también profundamente amorosa. Nos hablaba de nuestras lenguas, nuestros colores, nuestros abuelos. Nos enseñó a mirar con orgullo lo que somos.
Uno de los aportes más significativos del LTCI ha sido la recuperación de lenguas indígenas en la escena. El chontal, el zoque, el náhuatl, el maya y otros idiomas fueron rescatados y transformados en herramientas dramáticas, capaces de dialogar con autores clásicos como Shakespeare, Garro, Carballido y el propio Lorca.
En más de 100 puestas en escena del laboratorio, la lengua trasciende la traducción y se expresa a través del cuerpo, el gesto, la música y la emoción.
Esa fuerza expresiva llevó al LTCI a escenarios insólitos: desde comunidades remotas en Chiapas, Oaxaca y Yucatán, hasta Central Park en Nueva York, el Bosque de Chapultepec en la Ciudad de México y festivales internacionales en Japón, Francia, Venezuela y España. Sin embargo, su eje vital nunca cambió: la raíz seguía firme en los pueblos, en sus historias y rituales.
Uno de los últimos montajes dirigidos por María Alicia Martínez Medrano fue Momentos sagrados de los mayas, pieza monumental en lengua maya, protagonizada por cientos de personas de distintas edades. Más que una obra convencional, fue una invocación: una ceremonia escénica donde se entretejían danza, canto, memoria colectiva y espiritualidad.
Era su testamento. Una síntesis de todo lo que había defendido: el teatro como acto sagrado, espejo del alma comunitaria, ofrenda y celebración, concluyó Delia Rendón.
Con información de: La Jornada
CD/AT
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