
María es madre… Una madre debe ser amada
Sursum Corda
José Juan Sánchez Jácome
Con la Virgen María el evangelio no solo se convierte en algo fascinante, sino también en algo posible. No queda simplemente como un ideal, como un buen deseo, como algo hermoso que ilusiona, sino como algo que cambia la vida.
Al ver que la Virgen María escucha y acoge la palabra de Dios entendemos, como dice el benedictino Michael Davide, que “La fe no es una idea, no es un ideal. La fe es la memoria de un amor que nos ha salvado y que siempre puede conducirnos más allá de nosotros mismos”.
Por medio de María el evangelio no sólo impacta, emociona y asoma su belleza, sino que se encarna en nuestra vida y nos hace vislumbrar su cumplimiento, a pesar de la complejidad del mismo. Dentro de su inmensidad vemos inalcanzable una respuesta de acuerdo a nuestras propias fuerzas, como cuando María respondió: “¿Cómo podrá ser esto…?”, o, cuando Jesús le dijo a su madre en las bodas de Caná: “Mujer, todavía no llega mi hora”.
Pero la madre de Jesús todo lo hace posible. María con su disponibilidad de discípula y su ternura de madre hace posible que ese ideal, que nos puede parecer inalcanzable, se vaya encarnando y realizando en nuestra vida.
Decía san Josemaría Escrivá: “El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna”. Eso es lo que desde el principio captó la Santísima Virgen María y por eso dijo sin titubear: “He aquí la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho”.
María es la que hace posible la respuesta, la que hace posible que el evangelio pueda realizarse en nuestra vida. Decía el papa Francisco que: “María es la que sabe transformar una cueva de animales en casa de Jesús, con unos pocos trapos y una montaña de ternura”.
Por su parte, san Josemaría Escrivá sostenía: “Traten a José y encontrarán a Jesús. Traten a José y encontrarán a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret”. En la cruz no pudo salvar la vida de su hijo, pero hizo más humana su muerte. Hizo posible el misterio de la redención.
La Santísima Virgen María ha hecho posible que podamos ver y tocar el amor de Cristo Jesús. Nosotros formamos parte de un pueblo que ha llegado a Jesús y ha conocido a Jesús por medio de María. Así que tenemos un deber de gratitud a la Virgen María, pues su misión no se ha agotado en 2000 años. Donde hay un hijo de Dios, ahí está la madre para ayudarnos a vivir el evangelio de Jesús.
Hay, pues, un deber de gratitud hacia ella porque es madre y porque es misionera. Decía el papa Juan Pablo II: “Ella es madre… Una madre debe ser amada”. Hay un vínculo emocional, estrecho y espiritual con nuestra madre. Por eso amamos a nuestra madre María. Pero también hay un deber de gratitud porque sigue siendo misionera, presentando a su Hijo Jesús.
Resulta incomprensible y escandaloso para algunos hermanos el lugar que le damos a María y el afecto con que la tratamos. Pero si esto de suyo se rechaza y se persigue, imagínense cuando también sostenemos que no sólo María nos lleva a Jesús, sino que Jesús también nos lleva a María: “Ahí está tu madre”, le dice Jesús al apóstol Juan; el Padre del cielo nos lleva a María: la hizo Inmaculada, llena de gracia (el Padre del cielo es el primer mariano); la Virgen concibió a Jesús por obra del Espíritu Santo, el cual nos lleva a María, esposa del Espíritu Santo.
En este año jubilar, y particularmente en el tiempo de la cuaresma que estaremos iniciando, vuelve aparecer un llamado fuerte y urgente que forma parte del evangelio: la conversión. Frente a su complejidad y especialmente cuando se nos hace difícil y hasta imposible, María va generando la posibilidad de poder convertirnos.
A la hora de intentar un cambio sincero muchas veces sucumbimos porque nuestros esfuerzos se basan solo en la voluntad y en los medios humanos. Necesitamos apoyarnos en un amor más grande que motive e inspire a cambiar de vida. Esta es la pedagogía de Jesús: entrar en la vida de las personas para que se sientan amadas, pues el amor de Dios es lo único que da la motivación y la fuerza para poder cambiar.
El Jubileo es el tiempo en que Dios te llama y te pide que te dejes amar, para que así todo sea posible: tu conversión, tu felicidad, tu entrega, tu perseverancia hasta el final sean posibles. María se dejó amar por Dios y esto la hace capaz de todo lo demás.
Vamos entendiendo en la vida cristiana que hay que hacer muchas cosas por Dios. Encontramos tantas tareas nobles y necesarias a las que nos tenemos que dedicar. Pero también necesitamos que Dios haga en nosotros, hay que dejarse amar a ejemplo de la Santísima Virgen María.
Este aspecto que debemos potenciar en nuestra vida cristiana lo explicaba Fulton Sheen: “Dios envió el Ángel a María, no para pedirle que hiciera algo, sino para que dejara que se hiciera algo. Porque Dios es mejor artesano que tú, cuanto más te abandones a Él, más feliz serás, más feliz Él podrá hacerte”.
Ante el anuncio del ángel María se estremece y se cuestiona, pero lo que le ha dado la fuerza para decir sí, lo que ha hecho posible que acepte la palabra, es haberse sentido amada. Sintió que el Todopoderoso había hechos grandes cosas en ella, como lo recalca en el Magnificat, cuando el ángel le dijo: “Alégrate, María, llena de gracia…”, llena del amor de Dios.
Si nos sentimos amados y habitados por Dios podemos responder generosamente, como María, aunque no entendamos, ni tengamos claras las cosas, ni hayamos elegido algo concreto y muy nuestro. Cuando nos sabemos amados, incluso a pesar de nuestros errores y de nuestra indignidad, somos capaces de girar toda nuestra vida hacia Dios.
Lo que ha vivido la virgen María nos ayuda a entender que cuando pedimos una gracia no es que le pidamos al Señor que resuelva un problema. La gracia no es un problema resuelto, una tribulación superada. Más bien es pedirle que nos sintamos amados. De esto se trata la cuaresma y el año jubilar: pedirle al Señor en este momento de nuestra vida sentirnos amados por Dios para iniciar una nueva historia, para fortalecer nuestro proceso de conversión, para ocuparnos de las cosas de Dios.
Por lo tanto, durante este tiempo será fundamental escuchar, acoger y custodiar la palabra de Dios como hizo María. No se trata de pedir emociones y experiencias sensibles a la hora de buscar a Dios, sino estar dispuestos a escuchar su palabra y guardarla en el corazón, como María, incluso cuando no entendamos todo o cuando lo que se nos dice sea difícil de aceptar en ese momento.
Al vivir el año jubilar como peregrinos de la esperanza vamos acompañados de María y de todo el pueblo de Dios. No estamos solos, aunque a veces lo parezca. Necesitamos de la Iglesia y de las personas que con su cercanía y su testimonio hacen posible nuestra perseverancia y conversión.
No podemos aislarnos ni basarnos únicamente en nuestras propias fuerzas humanas. Si incluso Jesús en Getsemaní necesitó de tres amigos, quién eres tú para pretender pasar solo la oscuridad que vives y la tribulación que enfrentas.
Que en esta cuaresma y año jubilar María nos ayude a sentirnos amados por Dios. Como dice San Josemaría Escrivá: “La devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor (…). Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos”.
CD/GL
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