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La fe no es un refugio para los débiles, sino un faro de esperanza
Sursum Corda
José Juan Sánchez Jácome
Presbítero
Muchas cosas de la fe nos resultan interesantes, llegamos a valorarlas, apreciarlas e incluso a disfrutarlas. Tenemos la experiencia de cómo muchos hermanos llegan a saborear realmente las cosas de Dios. Hay muchas cosas en la vida cristiana que nos gusta ver y realmente gozamos con ellas.
Desde nuestra propia perspectiva de ver la vida, juzgamos creíbles y razonables muchas cosas de la fe. Vemos que tienen su propia consistencia, porque resuelven, iluminan y esclarecen muchas experiencias que enfrentamos en la vida.
Sin embargo, la fe tiene su propia dinámica y no siempre es lo que a mí me resulta razonable y lógico. Ciertamente gozamos muchas cosas en la vida cristiana, pero hay otras que nos parecen difíciles de aceptar, que nos parecen injustas, imposibles e incluso anticuadas.
Que pasemos por la experiencia de enfrentar la muerte de un niño o un joven y en esa circunstancia tan dolorosa tener que confiar en la bondad de Dios, eso desde la manera humana de ver las cosas no tiene nada de razonable. Sacrificarse constantemente por alguien que no agradece ni valora el esfuerzo que se hace, eso no tiene nada de razonable. Perdonar constantemente y ser paciente con el objeto de recuperar la vida familiar, eso visto desde otra perspectiva no tiene nada de razonable.
Hacer bien las cosas, llevar una vida recta y construir la vida con los valores del evangelio, y por eso mismo ser atacado, arrinconado e incomprendido, eso desde la manera humana de ver la vida no tiene nada de razonable. Sacrificarse y trabajar honradamente todos los días y ver que otros viven en la opulencia abusando de su cargo público y fomentando la corrupción, eso desde una perspectiva humana no tiene nada de razonable. Y así podríamos citar muchas experiencias dolorosas, frustrantes e indignantes que nos parecen injustas e incomprensibles.
Cuando la fe no nos alcanza para iluminar todas estas experiencias difíciles llegamos a acomodarnos diciendo que creemos en Dios, pero no en sus misterios. Nos reconocemos creyentes, pero alcanzamos a construir la vida en base a lo que nos resulta lógico y razonable. Si algo se llegara a salir de este esquema cómodo o racional, donde las cosas cuadran de acuerdo a nuestros criterios, simplemente lo rechazamos.
Si creemos y hacemos las cosas porque eso nos parece razonable y porque eso nos parece verdad, entonces creemos en nosotros, en nuestra manera de analizar y juzgar las cosas, en nuestro entendimiento y nuestra razón, más que en Dios.
Si Dios ha dicho una Palabra y se ha dado a conocer, no puedo ser creyente a mi manera, sino a la manera de Dios. En una cultura que nos habla de la defensa a ultranza del propio “yo” (mis derechos, mis ideas, mi cuerpo, mi tiempo, mis aficiones, mi dinero), queda muchas veces muy poco espacio para que Dios ponga su morada entre nosotros. Se puede dar el caso de que no solo seamos incrédulos y desconfiados, sino sobre todo idólatras de nuestro yo.
A lo largo de la vida se enfrentan muchas dificultades que, como hemos visto, ponen a prueba la sinceridad y consistencia de nuestra fe. Pero no podemos actuar de manera arrebatada dejando de creer o sintiéndonos defraudados, cuando las cosas no resultan como nosotros las habíamos imaginado.
La fe es creer en Dios, aunque no me parezca razonable lo que me pide, aunque no alcance a penetrar en el significado de sus designios. La fe es confiar y pedir la asistencia espiritual para que mis criterios, muchas veces estrechos, mezquinos y egoístas, no me frenen en esa visión mucho más amplia, profunda y definitiva que da la fe a los creyentes.
La fe, por eso es, don, no conquista personal, es la luz que Dios ofrece a los hombres y no el resultado de mis pesquisas e investigaciones. La fe es un don de Dios y no el triunfo de mi razón.
Aunque haya cosas que no te parezcan razonables, aunque pienses que algunas cosas son injustas, aunque te parezca que hay cosas que vives y que tú no te mereces, no dejes de confiar, no dejes de pedir el don de la fe que viene de lo alto. Lo demás no viene de Dios, sino de tu propio criterio que no siempre es completo y objetivo.
La fe no es un producto de la razón, sino un don de Dios. No llegaremos a la fe con nuestros propios cálculos, con nuestras propias investigaciones; no llegaremos a la fe discurriendo, sino disponiéndonos de manera humilde para que Dios nos conceda este don, para que Dios llene un corazón que previamente lo hayamos vaciado de nuestras pretensiones y seguridades.
El papa Benedicto XVI, que llegó a convertirse en un hombre de fe, decía que: “El Espíritu Santo da a los creyentes una visión superior del mundo, de la historia y los hace custodios de la esperanza que no defrauda”.
De ahí la necesidad de ver la fe no como una fuente de conocimientos, ni mucho menos como una competencia, sino como una relación. No se trata de ver quién sabe más, quién ayuna más, quién se sacrifica más, quién hace más oración, quién consigue más poder. La fe cristiana es un encuentro, una relación permanente con el Señor que cambia la vida y hace que jamás dejemos de buscarlo.
La fe no es asentimiento a conceptos, sino repentino resplandor que nos postra. Ante su belleza y su calor caemos rendidos. Lo decía de manera muy bella Luc, un laico francés: “Sin querer ser orgulloso, yo suelo decir que no soy un hombre creyente, sino que soy un hombre que sabe, porque no tengo ninguna duda posible”.
Ciertamente, como sostenía Natalia Ginzburg: “La fe no es una bandera para gloriarse. Es, en cambio, una vela encendida que se lleva en la mano, entre la lluvia y el viento en una noche de invierno. A Dios no le gusta que le quieran como los ejércitos aman la victoria”.
La fe, por tanto, se observa en la oscuridad, no con la luz encendida, porque cuando ya no tienes ningún apoyo humano, cuando ya no hay dónde apoyarte, entonces lo único que puedes hacer es confiar, poner toda tu confianza en el Señor. Decía Fabrice Hadjadj: “La fe no es un refugio para los débiles, sino un faro de esperanza para aquellos que buscan significado y propósito en medio de la oscuridad”.
No es posible hablar de la fe sin mencionar a la Santísima Virgen María, como señala Benedicto XVI: “La palabra de Jesús es demasiado grande por el momento. Incluso la fe de María es una fe ‘en camino’, una fe que se encuentra a menudo en la oscuridad, y debe madurar atravesando la oscuridad. María no comprende las palabras de Jesús, pero las conserva en su corazón y allí las hace madurar poco a poco (…). De este modo, Lucas presenta premeditadamente a María como la que cree de manera ejemplar: ‘Dichosa tú, que has creído’, le había dicho Isabel (Lc 1,45)”.
Por supuesto que la fe también se puede explicar y de hecho debe ser explicada; debemos aprender a exponer coherentemente los fundamentos de la fe sobre todo en un mundo que está lejos de Dios. Pero no llegaremos a la fe con nuestros propios esfuerzos, no la alcanzaremos con nuestras propias fuerzas sino con la gracia de Dios.
Sin embargo, además de toda la fundamentación que podamos tener, la fe se expone mejor a través del testimonio y la alegría que estamos llamados a compartir para que se pueda sentir la presencia del Señor. Al final no se nos preguntará qué tan creyentes fuimos, sino qué tan creíbles fuimos. Como dice Abbé Pierre: “En el día decisivo del juicio, la pregunta que el Señor nos dirigirá no será tanto: ‘¿Has sido creyente?’, sino más bien: ‘¿Has sido creíble?’”
CD/YC
* Las opiniones y puntos de vista expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de Cambio Digital.
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