
La fe cristiana es saberse de alguien
Sursum Corda
José Juan Sánchez Jácome
Presbítero
La fe cristiana nos va abriendo a un mundo maravilloso porque significa mirar la realidad con ojos de eternidad. De ahí que vayamos captando toda la potencialidad y el calor que tiene una vida de fe. La fe no es observancia fría y mecánica de una serie de preceptos, no es asentimiento a preceptos, sino repentino resplandor que nos postra.
Creer en Dios no es únicamente tener motivos y razones para decir que existe, sino sobre todo saberse amado, redimido, perdonado y llamado a colaborar con Él en las tareas de acrecentar la creación, haciendo el bien y mirando a cada persona como icono sagrado.
La fe, por tanto, siempre va más allá. Delante de tantas exigencias, tribulaciones y conflictos la fe cristiana significa saberse de Alguien. La fe es la respuesta estructural a los tiempos de soledad que vive el ser humano, a los tiempos de abandono y de rechazo que experimentan muchas personas.
Como dice el papa Juan Pablo II, al hombre le es necesaria la mirada amorosa de parte de Dios:
“Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir también que en esta ‘mirada amorosa’ de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva (…). Al hombre le es necesaria esta ‘mirada amorosa’; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo”.
En el designio de Dios, junto a la fe, está la familia que anuncia solemne y esencialmente esta pertenencia. No estamos solos y la sed de comunión, de sentirnos parte de alguien, de saber que estamos en el corazón de Dios y de nuestros seres queridos es lo que le da estabilidad, alegría y esperanza a nuestra vida.
Para señalar el carácter nuclear de la familia, un cardenal español reconoció a su madre con estas palabras: “Mi madre no sabía leer ni escribir, pero me enseñó más que todos los libros: me enseñó a creer, amar y esperar en Dios”. En muchos casos ha sido la madre, pero también la abuela, los papás y otros miembros de la familia los que han asegurado este sentido de pertenencia humano y divino.
¡Cuántos cristianos “analfabetos” han enseñado y pueden seguir enseñando a creer, amar y esperar en Dios! Han mostrado la belleza y el arte de la vida. Su analfabetismo no ha sido obstáculo para humanizar a las personas, pues han tenido la sensibilidad de formar el corazón.
Desde esta admiración y gratitud que sentimos por la familia podemos decir que “un buen padre vale más que cien maestros. Y una buena madre una universidad doméstica” (Enrique Rojas). Estos testimonios y referencias explican lo que nosotros también hemos vivido.
La familia es un signo del cielo, aunque a veces no vivamos bien o vivamos un infierno. Pero la felicidad de la familia se juega en la comunión, no en el dinero, las comodidades y los lujos. De esta forma podemos decir que la felicidad está en Dios y la familia es su profeta.
La mentalidad moderna y las tendencias culturales, de manera inaudita, buscan romper los vínculos esenciales en la vida de las personas. Por eso, vemos cómo se han ido atacando y desdeñando los vínculos sociales, los vínculos espirituales y, de manera sorprendente, hasta los vínculos de sangre, los vínculos familiares.
Se pretende cortar todo tipo de vínculo para dejar en la indefensión a las personas y poder imponer un nuevo modelo de sociedad donde sea más fácil manejar a las personas, desvinculadas de nexos fundamentales de pertenencia, identidad, fe y tradición.
Sumidos en una cultura que intenta de muchas maneras romper los vínculos, quedamos expuestos a vivir fragmentados y alejarnos de los demás, rompiendo el vínculo en el matrimonio, la familia, la sociedad, la Iglesia y lamentablemente hasta con Dios.
Esta mentalidad se encarga de hacernos creer que se convierte uno en adulto y persona madura cuando ya no tiene necesidad de apoyarse sobre los otros. Se busca vivir de manera autosuficiente.
Esta es una de las grandes tentaciones, creer ser libre en la medida que no se tiene necesidad de nadie.
Sin embargo, los vínculos son esenciales. Con esta necesidad debemos reconciliarnos. Las cosas más importantes de la vida no nos las podemos dar por nuestra propia cuenta. El amor es algo que podemos solo acoger. La fe es algo que podemos solo recibir. Sentirse protegidos es algo que podemos solo recibir. Sentirse de alguien es algo que solo podemos recibir. No podemos darnos por nuestra cuenta la pertenencia, tenemos necesidad de alguien que nos dé pertenencia.
Por eso Jesús, en el evangelio, no se limita a un anuncio hecho de palabras, sino que crea inmediatamente en torno suyo un entramado de relaciones, casi para querer decir: nadie puede entender el evangelio, sino a partir de las relaciones con los demás.
En la vida ordinaria, tratamos de resolver los problemas por nuestra cuenta. Pero el evangelio es lo contrario: si te falta algo, tu hermano puede dártelo. Solo la persona que tienes junto puede darte lo que te falta, porque todo lo que cuenta en la vida podemos recibirlo.
Desde esta perspectiva el amor es decidir amar a una persona sobre todo cuando defrauda las propias expectativas y no solo y no tanto cuando coincide con ellas. Si tú amas a una persona solo porque satisface tus expectativas, entonces te estás amando simplemente a ti mismo, estás amando una cosa que tú quieres, no algo o alguien que te es confiado, que es más grande que tú.
Todas las veces que tenemos dificultades en la vida fraterna, en la vida de familia o en las relaciones de pareja, no significa que nos hayamos equivocado de vocación. Acoger a la persona que tengo junto y que defrauda mis ilusiones, que se muestra en su debilidad, en su fragilidad, pone en trasparencia mi propia elección y mi capacidad de amar auténticamente.
Para referirnos a la soledad que muchas personas experimentan podemos recurrir al evangelio de San Juan 5, 1-9a. Jesús se acerca a un paralítico y le pregunta si quiere curarse y cambiar su situación; si quiere algo fiable sobre lo cual apoyar su vida. Bastaría un sí, pero este hombre responde: “no tengo a nadie”. Este es el drama que vive la persona que no ha encontrado una relación estable sobre la cual construir la propia vida: no tengo a nadie.
Ahí hay una raíz de infelicidad tremenda; no tengo a nadie que me cuide verdaderamente, que me ame verdaderamente, que se haga cargo de mi historia, de lo que soy. Una definición del infierno puede ser exactamente esta: no tengo a nadie. El infierno es la soledad radical que una persona vive.
Quizá aquel hombre habría querido que Jesús dijera a las personas alrededor: ¿No se avergüenzan de haberlo dejado solo todos estos años? Cómo nos gustaría que alguno entrara en nuestra vida e hiciera pagar a todos los que nos han hecho sufrir. Pero Jesús no actúa así.
Le dice más bien: “Toma tu camilla y camina”, porque Jesús no resuelve los problemas cambiando a las personas alrededor. El verdadero milagro está en ofrecerte una sanación a pesar de la situación que prevalece. Si seguimos pensando que para ser felices deben cambiar las personas que tenemos junto, entonces pasaremos toda la vida esperando una cosa que nunca sucederá. Dios te dice: “a pesar de esta persona tú puedes ser feliz y puedes serlo porque yo estoy contigo”.
¿Le hemos permitido a Jesús acercarse a nosotros, a esta soledad radical que hay dentro de nosotros? ¿Hemos encontrado el valor de decir: no me siento de ninguno, no tengo a nadie, no me fío de nadie, no me siento amado verdaderamente?
Nuestra vida cambia porque está Jesús; porque está Jesús somos sanados de esta desesperación. Porque Él toca nuestra desesperación podemos encontrar la fuerza de perdonar. Jesús nos dice: “¿No te sientes parte de nadie? Pero tú eres mío. ¿No piensa nadie en ti? Yo pienso en ti, te llevo en brazos. Tú levántate, toma tu camilla y camina”.
Por lo tanto, como decía el P. David María Turoldo: “La fe es caminar por la razón, es descubrir el misterio, es ir más allá; la fe es ver incluso de noche, es liberarse de los miedos; la fe es no sentirse solo en el mismo camino y saberse esperado”.
CD/YC
* Las opiniones y puntos de vista expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de Cambio Digital.
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