La astuta misión nazi que liberó a Mussolini en las montañas italianas
España - La participación en la Segunda Guerra Mundial fue para los italianos un mal negocio de principio a fin. Benito Mussolini pretendía restaurar la gloria del Imperio Romano en el Mediterráneo, pero los acontecimientos demostraron que el país no estaba preparado militarmente para una gesta de ese tipo.
De hecho, Mussolini dudó mucho antes de entrar en la guerra junto a Alemania –tenía malos blindados y pocas reservas de combustible– y sólo se decidió cuando, tras la caída de Francia, pensó que podría obtener ganancias territoriales con un coste mínimo.
Lo que cosechó, en su lugar, fue una serie de sonoras derrotas. Sólo consiguió un claro éxito en Albania, pero tuvo que ser auxiliado por la Wehrmacht varias veces –en la invasión de Grecia, por ejemplo– y perdió las colonias obtenidas pocos años antes en África oriental, como Abisinia –actual Etiopía–, Somalia y Eritrea.
En julio de 1943, después de la invasión de Sicilia por los aliados y el bombardeo de Roma, resulta evidente que, para Italia, la guerra está perdida. El rey Víctor Manuel II destituye entonces a Mussolini y nombra primer ministro a Pietro Badoglio, hasta entonces jefe del ejército, quien, pese a anunciar que el país seguirá combatiendo junto al Eje, comienza a negociar con los aliados los términos de la rendición.
Nadie llora mucho la caída de Mussolini –ni siquiera él mismo, de quien se dice que en esos días está un poco ido–, que es arrestado y llevado a un lugar secreto. A quien sí pareció importarle fue, por el contrario, a Hitler. Su antiguo ministro de Armamento Albert Speer habla, en sus memorias, de la “fidelidad nibelunga” del Führer y dice que vivía angustiado día y noche por la suerte de su viejo amigo.
También parece claro que Hitler necesitaba a Mussolini para mantener la fidelidad de Italia al nazismo. Sea, pues, por razones sentimentales o estratégicas, el caso es que el Führer decidió rescatar al Duce, lo que dio lugar a la peligrosa misión conocida como Operación Roble.
Hitler encargó a la inteligencia alemana, la Abwehr, que localizase el paradero de Benito Mussolini, pero a la vez le confió el asunto a un hombre hasta entonces no demasiado conocido, pero que le había sido recomendado por Ernst Kaltenbrunner, director de seguridad del Reich: el hauptsturmführer –capitán– de las Waffen-SS Otto Skorzeny, un austríaco duro y de aspecto más bien siniestro, marcado por una terrorífica cicatriz que le atravesaba el lado izquierdo de la cara en diagonal, de arriba abajo, recuerdo de su entusiasmo por la esgrima.
A lo largo de los dos meses siguientes, el gobierno italiano –que seguía jugando a dos bandas con el Eje y los aliados– hizo todo lo posible por esconder a Mussolini, mientras que la Abwehr por un lado y Skorzeny por otro intentaban encontrar pistas.
El Duce estuvo primero en la isla de Ponza –la Abwehr creyó tenerlo localizado en la de Elba– y luego en La Maddalena, al norte de Cerdeña, donde Skorzeny lo encontró con la ayuda del teniente Warger, que hablaba italiano (ambos disfrazados de marineros y rondando por tabernas portuarias, como en las películas de espías). Allí se planeó un primer rescate, pero en el último momento Mussolini fue trasladado de nuevo y hubo que abortar la operación.
En septiembre los alemanes tienen un golpe de suerte e interceptan una comunicación radiofónica que les desvela el paradero exacto del prisionero: el Hotel Campo Imperatore, en el macizo del Gran Sasso, en los Abruzos, un lugar de muy difícil acceso en la montaña –sólo se llegaba en funicular–, lo que convertía cualquier posible rescate en una operación muy arriesgada, si no imposible o, directamente, suicida.
Mussolini se encuentra allí custodiado por doscientos carabinieri repartidos entre el hotel y la cercana estación de esquí de Assergi. Las órdenes, al parecer, son claras: bajo ningún concepto, entregarlo a los alemanes; antes, matarlo.
Después de analizar las distintas opciones –por tierra era imposible y los aviones no podían aterrizar en alta montaña–, se decidió que la única posibilidad era acceder a bordo de planeadores, que sí podrían tomar tierra.
Dadas las características del operativo, Hitler les encargó la tarea a los paracaidistas de la Luftwaffe, dirigidos por el general Kurt Student. La planificación corrió por cuenta del comandante Harald Mors, que a la cabeza de una columna motorizada asaltaría la estación de Assergi para neutralizar a los soldados italianos y dejar incomunicado el hotel.
Los planeadores volarían comandados por el teniente Otto von Berlepsch, pero, por decisión de Hitler, a la escuadrilla se sumó Skorzeny con varios miembros de las SS. En teoría, Skorzeny era un mero observador, cuya única función consistía en hacerse cargo de la seguridad del Duce una vez liberado.
Su carácter autoritario, su prepotencia típica de las SS y su afán de notoriedad, sin embargo, fueron fuente de conflictos desde el inicio. El primero se dio cuando obligó a quedarse en tierra a dos paracaidistas para poder incluir en la expedición a un corresponsal de guerra y un fotógrafo, lo cual apuntaba a una inquietante vanidad. Mientras, la situación internacional se complicaba.
Tal como temía Hitler, el gobierno de Badoglio firmó con los aliados un armisticio secreto el 3 de septiembre, que fue hecho público el día 8. Alemania invadió Italia inmediatamente por el norte, los aliados llegaron a tierra firme por el sur, desde Sicilia, y el país quedó sumido en la confusión y la guerra civil. En el Hotel Imperatore, el cautivo Mussolini se debatía entre la depresión y la histeria.
Por lo visto, su gran preocupación era que le entregasen a los aliados. Por eso, cuando se enteró de la firma del armisticio pensó –no muy seriamente, al parecer– en quitarse la vida. La noche anterior al rescate, el teniente Faiola – encargado de su seguridad– fue llamado con urgencia a la habitación del Duce a las tres de la madrugada y se lo encontró con una navaja de afeitar en la mano y un mínimo corte en la muñeca.
Mussolini fue rápidamente disuadido de la idea, curado y mandado otra vez a la cama, a cuyo lado se quedó ya siempre alguien, no fuera a cometer alguna locura (en un curioso paralelismo histórico, su amigo Hitler también pensó en suicidarse después del fallido Putsch de Múnich de 1923 y se dejó disuadir con igual facilidad).
El 12 de septiembre se puso en marcha la Operación Roble, que incluía una originalidad más: para garantizarse la pasividad de los italianos y, sobre todo, con el objetivo de preservar la seguridad de Mussolini, los ale- manes raptaron al jefe de los carabinieri, Fernando Soleti, a quien montaron también en uno de los planeadores para usarlo como escudo humano y hacer que, llegado el momento, se impusiera con su autoridad a los guardias.
Nueve de los diez planeadores aterrizaron frente al hotel sin gran dificultad –sólo uno tuvo un pequeño accidente sin mayores consecuencias– y de ellos bajaron noventa hombres que se lanzaron a tomar el edificio. Es entonces cuando tiene lugar uno de los grandes misterios de la operación: los guardias italianos que supuestamente debían matar a Mussolini lo entregaron sin oponer la menor resistencia, incluso de buena gana.
Es posible que fuera el efecto sorpresa, que funcionara el recurso de llevar en primera línea de fuego al general Soleti o que hubiera un cambio de órdenes –ha habido especulaciones para todos los gustos–, pero el rescate se llevó a cabo con éxito, en menos de una hora, sin víctimas y sin necesidad de disparar un solo tiro. Es más, las dos ametralladoras que tenían que estar en el tejado del hotel para hacerlo inexpugnable se encontraban guardadas bajo llave. ¿Por qué? Nadie ha sido capaz de explicarlo.
También, en contra de lo previsto, el aparato de Skorzeny consiguió aterrizar el primero (según Mors, Skorzeny obligó al piloto a bajar en picado para llegar antes que los demás y provocó así el accidente del otro planeador). Esto le permitió tomar la iniciativa, entrar en el hotel y presentarse como el rescatador de Mussolini, tanto en el momento como para la posteridad. Fue entonces cuando el Duce pronunció unas palabras para la Historia: “¡Sabía que el Führer no me abandonaría!”.
A la liberación siguió la pacífica entrega de armas de los soldados italianos, y una sesión de fotos en las que tanto el Duce como sus salvadores y guardianes posan sonrientes y relajados.
Luego, aterrizó una avioneta que se llevaría a Mussolini a ver al Führer. Una vez más, no entraba en los planes que Skorzeny les acompañase –el piloto se negaba debido al sobrepeso–, pero éste se impuso con amenazas (según testigos presenciales, ello dio lugar a un despegue de altísimo riesgo, salvado por la gran pericia del piloto).
La Operación Roble fue publicitada hasta el agotamiento por el Tercer Reich. Goebbels y Himmler sacaron de ella gran partido y, con la bendición de Hitler, le atribuyeron todo el mérito a las SS y a Skorzeny, de quien se empezó a repetir con cansina insistencia que era “el hombre más peligroso de Europa”.
Tanto bombo provocó la indignación de los demás participantes, sobre todo porque Skorzeny no paraba de hablar en público y de glosar una hazaña en la que él mismo aparecía siempre como único protagonista. Ya harto, acabada la guerra, el verdadero responsable de la misión, Harald Mors, escribió un informe para los servicios secretos americanos en el que desmentía todo lo que había contado su compañero de armas y ponía las cosas en su sitio.
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Con información de: Muy Interesante
CD/NR
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