Jun 30, 2024 / 00:05

Este es el legado de Sor Juana Inés de la Cruz

México - En el flujo constante de los movimientos literarios, el sueño del Barroco despertó en los brazos del Neoclasicismo, y muchos autores del Siglo de Oro se resignaron a su ingratitud. Fue el XVIII, una centuria de claridad, de ideas más que de formas y de altas aspiraciones morales. Al fin y al cabo, Góngora no fue reivindicado hasta el tercer centenario de su muerte por los cachorros de la Generación del 27 y al bueno de Cervantes lo elevaron a los altares los románticos alemanes.

Con Sor Juana Inés de la Cruz pasó algo parecido. Para algunos teóricos, el Siglo de Oro concluye con la muerte de Calderón, en 1681. Pues bien: la Décima Musa falleció aún más tarde, en 1695, prolongando en la literatura novohispana la magia de ese periodo irrepetible. Benito Jerónimo Feijoo se acordó de ella en su discurso sobre los españoles americanos del Teatro crítico universal (1730) y fue así de cristalino: “Si discurrimos por las mujeres sabias y agudas, sin ofensa de alguna, se puede asegurar que ninguna dio tan altas muestras (que saliesen a la luz pública) como la famosa monja de México Sor Juana Inés de la Cruz”. La mayor lumbrera de la Ilustración española estaba, pues, al corriente de su grandeza, aunque, como observó Carmen de Mora en el recomendable ensayo La recepción literaria de Sor Juana Inés de la Cruz: un siglo de apreciaciones críticas (1910-2010), “valoraba más el saber enciclopédico de la monja que su talento poético”. “Lo menos que tuvo apostilló el padre en Defensa de las mujeres fue el talento para la poesía, aunque es lo que más se celebra”. En esa línea se pronunció Alberto Lista, y, por su misma época, otro notable erudito, Juan Nicolás Böhl de Faber, la sentenció en su Floresta de rimas antiguas castellanas: “Sus poemas no pasan de la medianía”. ¿Machismo o simple ceguera?

Contra Góngora
El hecho de que la obra de la jerónima dialogara con la de Góngora (Primero sueño que así tituló y compuso la madre Juana Inés de la Cruz, imitando a Góngora) le reportó aplausos en vida, como los del poeta canario Pedro Álvarez de Lugo Usodemar, quien glosó fragmentos de su sueño; pero le restó algunos a su muerte, en el tiempo en que los antigongorinos monopolizaban los cenáculos. Al fin, la resurrección del cordobés indujo a reconsiderar también la majestad de la novohispana, aunque su estela, vale la pena consignarlo, nunca se difuminó del todo. Quien mejor condensó ese problema fue Octavio Paz en su ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Hacia el final del libro, su “paisano” expone lo siguiente: “Los gustos habían cambiado y su obra fue olvidada durante dos siglos. Más que un comienzo, como Darío, fue un final”. Así, resulta muy cómodo rastrear a los “padres” de la monja el citado Góngora, Lope y Calderón, fray Luis y Garcilaso, sin embargo, no tanto a sus hijos, al menos hasta el siglo XX. En gran parte, porque esos vástagos primigenios también son hoy muy poco o mal conocidos: su coetáneo, el poeta de la Ribera Juan del Valle y Caviedes, así como el colombiano Francisco Álvarez de Velasco, quien le dedicó unas endechas y varias cartas, o Jerónimo Monforte y Vera, que, huérfano de su magisterio, se despidió de ella con una elegía.

Amado Nervo, justiciero de su memoria
Todavía en el último cuarto del siglo XIX los herederos de Sor Juana Inés de la Cruz seguían callados. No faltaban quienes, como el periodista y ocasional poeta Francisco de Sosa, loaban su “talento privilegiado”, sin embargo consideraban que sus dones eran aun insuficientes para ser emulados por la juventud mexicana y le “reprochaban” su pertenencia a la nación española, por lo que no cabía “con justicia colocarla entre los escritores mexicanos”.

Por fin, en 1910, la poderosa voz de su compatriota Amado Nervo, modernista y algo más, puso las cosas en su sitio con su biografía Juana de Asbaje (contribución al centenario de la Independencia de México), en la que incluía algunas de sus “más bellas poesías” y diversas valoraciones sobre su obra, entre ellas las de Nicasio Gallego, Marcelino Menéndez Pelayo o el romántico Marcos Arróniz. Devoto de la persona, Amado Nervo estimaba que Sor Juana había sido “la luz y la poesía de la época colonial” y que, junto con Juan Ruiz de Alarcón, había hecho que “el nombre de la Nueva España sonase con coro de elogios en la corte de los Austrias”.

Una vez abierta la poeta por el bisturí de la crítica, tarea que seguirían, en México, Ermilo Abreu Gómez, en Estados Unidos, la doctora Dorothy Schons, y que consumaría la edición de sus obras el humanista Alfonso Méndez Plancarte en los años 50 del pasado siglo, era cuestión de tiempo que los lectores más pulcros se dejaran tocar por sus versos, y Sor Juana Inés renunciara a su condición de fantasma.

La escritora uruguaya Luisa Luisi (1883-1940), quizá menos conocida que sus hermanas modernistas, María Eugenia Vaz Ferreira, Juana de Ibarbourou o Delmira Agustini, escribió sobre ella en la revista mexicana Contemporáneos, en 1929. Tal como advierte la profesora Mariana Moraes Medina, las poéticas de ambas “combinaron la pasión y la cerebralidad, la alianza de lo sensitivo y lo reflexivo”. También se rindió a su hechizo el poeta mexicano José Gorostiza Alcalá: en las venas de su imponente Muerte sin fin (1939) late, sin duda, la sangre de Primero sueño. Editor de la religiosa fue el versátil Xavier Villaurrutia; remedando a Alfonso Reyes, nos limitaremos a formular que no era fácil “estudiarla sin enamorarse de ella”.

Y es que leer a Sor Juana Inés de la Cruz lo supieron Margo Glantz, autora de Sor Juana Inés de la Cruz: ¿Hagiografía o autobiografía?, la cuentista mexicana Rosario Castellanos o la poeta española Mada Carreño (“qué sonrisa tan fina / tan fina que un cuchillo no sabría doblarla / se abre en tu rostro”), leerla, decimos, simplemente era admirarla, y la admiración, en el inabarcable mundo de las letras, se traduce inevitablemente en un próspero contagio.

El homenaje de Gerardo Diego
En el tomo VIII de las Obras completas de Miguel de Unamuno, en la sección que aborda sobre las “letras de América y otras lecturas”, podemos encontrar un peculiar pasaje del bilbaíno sobre la poeta y escritora de Amor es más laberinto, que fue publicada por la revista Nuevo Mundo en 1920 bajo el título, “Sor Juana Inés, hija de Eva”: “Tenía perfecta conciencia de su valer y de sus aspiraciones”, dice, para incidir luego en el ansia de estudiar que la llevó al claustro. Por su parte, el madrileño Pedro Salinas habla de ese apetito del saber en otro estudio, En busca de Juana de Asbaje (1940), donde, no obstante, rebaja su arte a la mera imitación. Mención aparte, ya que hemos traído a colación a un miembro del 27, merece el tributo de un poeta de ese grupo, Gerardo Diego, que firmó el poema “Segundo sueño” como homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz. “Dad al sueño también lo que es del sueño”, se abre la composición, en una de cuyas estrofas leemos: “Yo quisiera cantar para ti, Juana, / la didascalia maravilladora / de la más noble y cálida oficina, / del taller de poetas y de sórores. / Porque tú eres poetisa y sabihonda, / musa y monjita, y sueñas y lucubras (…)”. “Juana de ayer, de entonces, siempre”, canta en otro momento; y entonces entendemos que, más de dos siglos después, esa “Juana Inés en claustro de sonetos” había vuelto a la vida, se había “exclaustrado”: su sueño era ya el sueño de todos.

El poema de Gerardo Diego apareció en una edición de la Real Academia Española por el tercer centenario del nacimiento de la escritora, Homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz (1952), que brotaba con un estupendo estudio de José María Cossío, Observaciones sobre la vida y la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, loa a una poesía original y francamente superior a la que se estilaba en la España del XVII.

¿Madre del creacionismo?
A estas alturas del siglo XXI, el aparato crítico sobre Sor Juana Inés de la Cruz es tan vasto como el conjunto de su obra. Sobre ella escribieron Alfonso Reyes, Gabriela Mistral bellísima su aproximación a la monja en Silueta de sor Juana Inés de la Cruz, Enrique Díez Canedo, José Gaos, Américo Castro, José María Pemán, Clara Campoamor, Ramón Xirau, Concha Zardoya, Georgina Sabat de Rivers o Rosa Chacel, entre muchos otros más, también fuera de nuestro ámbito lingüístico (los hispanistas Karl Vossler o Ludwig Pfandl, por ejemplo, y hasta la espía nazi radicada en México Hilda Krüger).

Pero tan sugestivo como deshilvanar ese tejido es reconocer su deje en boca de otros. ¿O acaso no hay algo de la Décima Musa en ese templo del creacionismo que el chileno Vicente Huidobro erigió con los siete cantos de Altazor (1931)? Para la catedrática Belén Castro Morales lo hay, y así lo argumenta en su artículo “Impulso fáustico y torres de Babel en Primero sueño y Altazor” (Universidad de La Laguna, 1991). “El símbolo de Babel enlaza dos experiencias poéticas separadas por casi tres siglos en los que el pensamiento y la estética se modificaron intensamente”, explica. El espíritu de atrevimiento y transgresión de ambas obras se cruzaría en un mismo símbolo la torre; y, en este sentido, el poeta y ensayista Vicente Cervera Salinas va aún más lejos. En un ameno estudio (El creacionismo de Sor Juana), reflexiona: “Cabría barajar una lectura del más bello y complejo poema de Sor Juana Inés de la Cruz, el ‘Sueño’ que legó a la historia, desde los parámetros estéticos que la vanguardia literaria americana imprimió a través del ‘Creacionismo’”. ¿Y por qué no? Los movimientos literarios no son compartimentos estancos, y el pasado siempre vuelve al presente, con otro disfraz, con otro traje, sin embargo, con la misma vocación de eternidad y belleza.

Las trampas de la Fe
Al fin, llegamos a la presencia más acuciante de la novohispana en las letras contemporáneas: el ensayo de Octavio Paz Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (FCE / Seix Barral, 1982), más de 600 páginas de grata erudición, amor a la palabra, historia y sociología, que Harold Bloom juzgaba lo mejor del mexicano. “Su gran fuerza reflexionó Margo Glantz hizo posible la internacionalización de Sor Juana y, de refilón, de la historia de México”.

¿Cómo cayó Paz en las redes de la Sibila americana? Atraído primero por sus sonetos, volvió a ella en 1950, cuando una revista le encargó un artículo por el tercer centenario de su nacimiento. Su silueta reapareció en 1971, cuando la Universidad de Harvard le invitó a impartir unos cursos. Demasiadas señales como para desoírlas. Tras acometer las primeras partes del ensayo, lo abandonó durante unos años, no obstante, a partir de 1980, ya no lo soltó.

Frente a las limitaciones de trabajos críticos anteriores, Paz entendió que, para descifrar la obra sorjuanesca, debía absorber también su vida y su mundo, y, así, planteó su quest como una “tentativa de restitución”, la de la vida y la obra de Sor Juana Inés a la Nueva España del siglo XVII. Dividido en seis partes El reino de la Nueva España, Juana Ramírez, Sor Juana Inés de la Cruz (1669-1679), Sor Juana Inés de la Cruz (1680-1690), Musa décima y Las trampas de la fe, el libro del escritor Nobel nos recuerda que la expresión “musa décima” figuraba ya en un epigrama de Platón sobre Safo, y que la puritana estadounidense Anne Bradstreet (1612-1672) publicara una obra cuyo “título competía con el de la mexicana”, The Tenth Muse Lately Sprung Up in America (La Décima Musa nacida tardíamente en América). Mucho se ha escrito sobre el fondo del eminente ensayo de Paz, que acababa de rematar cuando le anunciaron el Premio Cervantes. Así lo definió en los micrófonos de Radio Nacional de España: “Es una historia mexicana del siglo XVII, una tentativa de biografía de Sor Juana y, por último, un examen de su obra, con una visión un poco nueva”. Y muy duradera también. A partir de entonces, como dijo Margo Glantz, ya no se podía hablar de sor Juana Inés de la Cruz sin pensar en Octavio Paz, y, con todos los comentarios, disputas y correcciones a sus entrañas, así seguimos.

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Con información de: Muy Interesante

CD/NR

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