A ella le gustaba estudiar Historia Antigua, principalmente la de Grecia del Siglo VII a.C. Le llamaba la atención Esparta, con su educación no administrada por la familia, sino por el Estado. Con un objetivo único de formar ciudadanos obedientes y guerreros. La “eugenesia espartana” consistía en que al nacer, el niño era examinado por un grupo de sabios, para determinar si era sano y bien formado. En caso contrario, se le consideraba “una boca inútil y una carga” para la Ciudad. Entonces, se lo llevaba a un lugar de abandono, situado al pie del monte Taigeto, desde donde se le arrojaba a un barranco.

El Estado siempre tiene a mano un rebusque legal, que permite deshacerse de alguien. Muchas personas se alivian, si se les da el rebusque.

Ella estudiaba Sociología. Se oponía rotundamente a la pena de muerte. Colaboraba en una Organización No Gubernamental Ecologista. Ayudaba en un refugio de animales abandonados y maltratados.

A él le tocó ser: “diferente”. Pronosticaron entre otras cosas, un severo retraso mental...

Cuando se conocieron, ella era hermosa y toda para él. Se desperezaba en su cuerpo por las mañanas. Saltaban juntos, bajando la escalera de la estación Vicente López. Alcanzó a conocer por ella, el sabor al chocolate. Tenían la misma temperatura y sangre de distintas marcas. Hasta septiembre de aquel año, transcurrieron sus días juntos. Alguien contabilizó cuánto hilo tenía el carretel y lo cortó.

El, aunque ella no lo veía, seguía estando. Conoció a sus hermanos, tan completos como él, pero “perfectos”. Jugó con sus juguetes. Leyó de sus libros. Espió los cumpleaños y no se dieron cuenta, pero una vez, fue él quien sopló las velitas.

La casa que se fue llenando, después se fue vaciando. Ella era la visita de una vez por semana o la encargada de las mascotas y de las plantas en las vacaciones. También la destinataria del ramo de flores o de la caja de bombones, para el día de la madre. Fue útil también cuidando nietos, hasta que le vino el “alemán”.

Ellos dejaron de necesitarla. Pero él en cambio, seguía con ella.

Casi pasó a ser un descarte con pañales. Mirando la novela turca todas las tardes. Quedaba en esa señal todo el resto del día el televisor.

Para peor, después esa arteria explotada en su cabeza.

Y al fin, la muerte y la naturaleza discutieron:

“Que va a necesitar asistencia permanente...

Que nadie se puede hacer cargo...

Que la prepaga no cubre todo...

Que seguro seguirá con pañales y el alimento por sonda...

Que quién sabe si los va a reconocer cuando despierte…

¡Qué triste si sus nietos la ven en esas condiciones!...

¿Cuánto más hilo le quedará en su carretel?

Sus pupilas oscilaron bajo los párpados apretados. Asomaban lágrimas. Aseguraron que era un reflejo autónomo del ser humano. Primitivo. Del tronco encefálico. Que el cerebro estaba muerto. Y unas cuantas cosas más...Ella inmóvil y pétrea, los escuchaba.

Como siempre y a su lado, él la abrazaba.

Después de un breve debate con tintes de negociación y cual espartanos en el Monte Taigeto, definieron que la desconectan mañana.

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* Marcela Lucía Casagrande, abogada y escritora. Nació Ciudad de Buenos Aires, barrio de Mataderos en 1966. Especialista en Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Docente. Ha sido redactora del Anuario Estadístico de la Ciudad de Buenos Aires. Actualmente se desempeña en el área de Fiscalización de la Dirección General de Rentas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En el año 2020 participó como correctora en “El nuevo genocidio” Ha participado de concursos nacionales e internacionales y actualmente forma del equipo “Entrelíneas y ansiedades” que participó en el V Mundial de Escritura.

CD/YC