Ago 11, 2025 / 08:50

Antes de conocer a la bella durmiente, conocí la dormición de María

Sursum Corda

José Juan Sánchez Jácome

Presbítero

Cuánto se esperan los cumpleaños y las celebraciones especiales para festejar a nuestros seres queridos y manifestarles todo lo que significan para nosotros. También en la vida espiritual la liturgia de la Iglesia permite canalizar frecuentemente todo nuestro afecto a la santísima Virgen María, celebrando cada uno de los misterios que arropan y coronan a la madre de nuestro Salvador.


El pueblo de Dios ha sabido captar el amor, la bondad, la gracia y la bendición que irradia la Virgen María, y por eso la celebra con fervor y esperanza. De ahí que esperemos siempre con ilusión las fiestas de mamá, ya que nos permiten expresar el amor y la necesidad tan grande que sentimos por la mirada de la madre, por la caricia de la madre, por los cuidados de nuestra madre santísima.


Ella se ha convertido en un símbolo de esperanza y consuelo para este pueblo que no ha dejado de confiar en ella, sobre todo delante de la crisis y la violencia generalizada que sigue enfrentando nuestro país. El 12 de diciembre nos desbordamos en el amor a la Virgen de Guadalupe, pero en todas las fiestas marianas del calendario litúrgico demostramos que es un amor que está vivo y nos mantiene firmes en la esperanza.


El amor a María siempre se desborda porque no se puede contener un corazón que ama a María. San Maximiliano María Kolbe, el caballero de la Inmaculada, llegaba a decir: “Nunca tengas miedo de amar demasiado a la Virgen. Jamás podrás amarla más que Jesús”. Puede ser que nuestro amor se destaque y sea muy especial, como en México, pero jamás la llegaremos amar con ese amor puro y total que le manifestó su hijo Jesús.


La exhortación de san Maximiliano y de los santos nos ayuda a no reprimir el amor a la madre de Jesús, a pesar de las críticas y objeciones para desalentar y desacreditar este cariño y devoción mariana. Por supuesto que son señalamientos que duelen tanto, porque de la crítica a esta devoción, se pasa al ataque contra la madre.


Pero estamos seguros, como lo confirman los santos, que al amar y venerar a María seguimos el ejemplo del Padre que la eligió, del Espíritu Santo que la cubrió con su sombra para hacerla fecunda, y del Hijo que la honró a lo largo de su vida, y que en la cruz la entregó como madre de todos los hombres.


Con mucha humildad puedo reconocer, como dice Juan Pablo I, que: “Comencé a amar a la Virgen María antes aún de conocerla… por las noches frente al hogar en las rodillas maternas, la voz de mi madre rezando el rosario…”


Muchas cosas de la Virgen María las aprendí primero de mi familia y de la devoción del pueblo de Dios, y después de los libros de teología. La teología fue necesaria y emocionante para fundamentar este cariño a la Madre de Jesús, pero siempre conservando la frescura y el amor de hijo que se me inculcó desde pequeño.


La fe cristiana me dio las referencias primeras y me fue formando a través del asombro que provocaban las imágenes religiosas, de la alegría y el sentimiento que generaban los cantos, de la belleza y solemnidad de las procesiones y de la majestuosidad de las Iglesias y catedrales.


Como dice Chesterton: “A una catedral se parece todo el edificio de mi fe; esta fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada”. Las palabras de Brian Eno me ayudan a expresar la novedad y la maravilla de mi fe: “Tengo un fuerte recuerdo de la Iglesia a la que asistía de niño. Me gustaba… Estaba encantado por la música del órgano, las luces de colores que entraban por la ventana, la lengua latina… Una misa es una obra de arte total”.


Así me puedo expresar de mi fe mariana, pues antes de conocer a la bella durmiente, conocí la dormición de la Virgen María. Después de ver cómo el pueblo de Dios celebraba la asunción de María, me impactó la forma como los santos y los teólogos explicaban este misterio.


San Juan de la Cruz dice que las almas que viven una altísima experiencia de unión con Dios en esta vida no mueren de muerte natural, sino de un acto de purísimo amor, por el que se unen definitivamente con Cristo. Por eso, san Alfonso María de Ligorio dice que la Virgen María “murió en el amor, a causa del amor y por amor”.


Sor María de Jesús de Ágreda, en su Mística Ciudad de Dios, escribió que: “La enfermedad que le quitó la vida a María fue el amor, sin otro achaque ni accidente alguno”. Por eso se habla de la “dormición” de María. Su muerte fue un pasar de este mundo al cielo sin violencia ni sobresaltos.


El P. José F. Rey Ballesteros explica así este misterio de la fe: “No hablamos de «ascensión» de la Virgen, sino de «asunción». Se agachó Dios hasta el seno de Ana y elevó a su hija sobre las aguas del pecado. La siguió ensalzando, la hizo madre de su Hijo, la encumbró sobre toda criatura: Me felicitarán todas las generaciones… Ahí la tienes, la «Miss Historia». Pero aún no había terminado su vuelo. ¿Iba a ser pasto de gusanos el cuerpo que fue sagrario del Verbo Divino? ¿Iba la muerte a devorar a la sin pecado, a la más hermosa de las criaturas? ¡No! Terminado su paso por esta vida, Dios la elevó hasta la altura de su rostro, la besó, y la sentó junto a su Hijo”.


María entregó su vida en un dulcísimo sueño de amor, a la manera que un nardo que se consume al sol exhala en los aires su postrer aroma. Su muerte fue muy distinta de la nuestra, como reflexiona San Alfonso María de Ligorio:


“Tres cosas principalmente hacen a la muerte triste y desconsoladora: el apego a las cosas de la tierra, el remordimiento de los pecados cometidos y la incertidumbre de la salvación. Pero la muerte de María no sólo estuvo exenta de estas amarguras, sino que fue acompañada de tres señaladísimos favores, que la trocaron en agradable y consoladora. Murió desprendida, como siempre había vivido, de los bienes de la tierra; murió con envidiable paz de conciencia; murió, finalmente, con la esperanza cierta de alcanzar la gloria eterna”.


Por su parte, el mariólogo L. Garriguet señala: “María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor, porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, fue como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño (o dormición), de la Virgen”.


Los poetas dirían que la muerte de María fue como “el parpadeo de una estrella que, al llegar la mañana, se esconde en un pliegue del manto azul del cielo; como el susurro de la brisa que pasa riendo a través de los rosales; como el acento postrero de un arpa; como el balanceo de una espiga dorada que mecen los vientos primaverales. Así se inclinaría el cuerpo de la Virgen María; así sería el último suspiro de su casto corazón; así brillarían sus ojos purísimos en la hora postrera”.


Queda claro que De Maria nunquam satis, como decía San Bernardo de Claraval: “De la Virgen, nunca será suficiente lo que digamos”. Nosotros que vivimos en un país netamente mariano podemos señalar que mucho se ha hecho por María, se han dicho y escrito tantas cosas sobre ella, pero todo parece poco; nunca es suficiente hablar de María.


Cuatro siglos después, santo Tomás de Villanueva expresará la misma convicción: “Aunque las estrellas del cielo se convirtiesen en lenguas, y las arenas del mar en palabras, no se llegaría nunca a expresar por completo la dignidad de María”.


La providencia divina y el amor a María nos llevarán a sorprendernos cada vez más de la llena de gracia. Mientras tanto, para celebrar este misterio, recitamos con el pueblo de Dios:


“¡Que viva la reina del cielo!


¿Quién causa tanta alegría?


La asunción de María”.


Así que en la fiesta de la asunción de María recen el rosario con suavidad. María duerme… y no deben despertarla hasta que vengan los ángeles.

CD/YC

* Las opiniones y puntos de vista expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de Cambio Digital.

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